Esta tarde voy a hablarles de la atención
sanitaria en la Unión Europea y de algunos riesgos que tenemos que gestionar
para garantizar su futuro. También les diré que, en mi opinión, para afrontar esos riesgos necesitamos una Europa más fuerte y más
eficaz. Una Europa que pueda controlar los movimientos de capitales, el fraude
fiscal y la fijación de precios de productos tan esenciales como son los
medicamentos.
Comenzaré describiendo brevemente los rasgos
que definen el Modelo Sanitario Europeo para después señalar los factores de
riesgo.
La Unión Europea y sus países miembros
comparten el reto de prestar una buena atención sanitaria a toda su población,
con calidad y con seguridad.
La Carta Europea de los Derechos Fundamentales
recoge en su artículo 35 que todos tienen derecho al acceso a la prevención de
la enfermedad y a beneficiarse de los tratamientos médicos en las condiciones
establecidas por las prácticas y las legislaciones nacionales. La Carta dice
también que en la definición e implementación de todas las políticas y
actividades de la Unión se deberá asegurar un alto nivel de protección de la
salud.
Es cierto que las características de los
países de la Unión y de sus sistemas sanitarios son muy distintas. Entre países
vemos que la Esperanza de Vida al Nacer varía entre 74 y 83 años, 9 años de diferencia. La mortalidad Infantil
varía entre 1,6 y 9,2 por 1000 nacidos vivos. Estas diferencias se explican, en
buena medida, por el nivel de renta y la capacidad económica de cada país, que
se traduce, a su vez, en la dotación de servicios. Así, vemos cómo el Gasto
Sanitario Público en un país es el 3,5% del PIB mientras que en otro es el 10%
del PIB, o dicho de otra manera, entre 250 y 4.500 euros por persona y año.
Lógicamente, se puede “comprar” menos con 250 que con 4.500. Se pueden
financiar menos infraestructuras, menos personal, etc.
Europa es muy diversa. Pero, a pesar de las
diferencias, todos los países de la UE tienen unos valores compartidos, una
aspiración común para sus sistemas sanitarios. De alguna manera podemos hablar
de un Modelo Sanitario Europeo que se puede sintetizar en los Valores Comunes
definidos el Consejo de Ministros de la Unión en 2006:
Estos valores comunes, estos pilares de los
sistemas de salud de los Estados Miembros son Universalidad, Equidad,
Solidaridad y Acceso a unos servicios sanitarios de alta calidad y seguridad.
Permítanme que analice, brevemente estos cuatro grandes rasgos, que están
íntimamente relacionados entre sí, y dependen los unos de losotros.
El primer valor común, la Universalidad, quiere decir que todas las personas tienen derecho a
la atención sanitaria en función de su necesidad y no de que puedan o no pagar
las medicinas, el ingreso en un hospital, o la prueba de Resonancia Magnética.
Este derecho no ha existido siempre, y no existe en todos los países de la UE
de forma completa. Por supuesto, tampoco se ha logrado todavía en muchos países
del mundo.
Pero lo cierto es que en los países de la UE
la cobertura del sistema sanitario público alcanza ya al 98% de sus 500
millones de habitantes.
Este es un logro que merece la pena ser
destacado.
Es un logro que marca un antes y un después en
la historia de los pueblos de Europa y del mundo. Hasta entonces, y desde que
existe registro escrito de estas cuestiones en el código de Hammurabi, la
atención sanitaria se había dividido en tres clases: para los más ricos, para
las clases pudientes (lo que hoy llamaríamos clase media alta) y para los
pobres. Los más veteranos recordamos las cartillas de beneficencia que, en
nuestro país, daban derecho a una atención sanitaria para pobres.
A
lo largo del siglo XX, en los países que hoy forman la UE se fue
desarrollando la Seguridad Social pública y se fueron creando los sistemas
públicos de salud. En 1883 el parlamento alemán había aprobado la ley sobre el
seguro de enfermedad de los trabajadores,
la primera de Europa, la primera del mundo. El reconocimiento de este
derecho era consecuencia de fuertes tensiones sociales y de la lucha del movimiento obrero, y trataba de paliar la
situación precaria de miles de familias.
Otros países, como España, siguieron este
ejemplo. Aquí, el Instituto Nacional de Previsión nacería en 1908. Comenzaban
así los llamados derechos sociales, que complementaban los derechos civiles y
económicos, el derecho al voto y a la libertad de expresión, la libertad de
empresa, el derecho a la propiedad privada y a la herencia, la libertad de
comercio etc.
La cobertura sanitaria en España y otros
países fue aumentando de forma progresiva, incorporando a nuevos sectores
productivos y diferentes colectivos, hasta conseguir el 100% en los primeros
años del siglo XXI.
En nuestro país, la Ley General de Sanidad de 1986,
que el año que viene cumplirá 30 años, reconoció el derecho a la atención sanitaria de todos los españoles, garantizando las mismas prestaciones a todos los ciudadanos a través del Sistema Nacional de Salud. Así la Ley incorporó a la asistencia sanitaria de la Seguridad social a varios millones de personas que hasta ese momento tenían cartilla de beneficencia o una cobertura parcial e incompleta, dando así respuesta al requerimiento constitucional "reconociendo el derecho a obtener las prestaciones del sistema sanitario a todos los ciudadanos y a los extranjeros residentes en España", programando su aplicación progresiva.
Este proceso de universalización del derecho a
la atención sanitaria ha sido promovido activamente por la Organización Mundial
de la Salud y ha ido avanzando poco a poco en todo el mundo. El presidente
Obama ha promovido durante sus dos mandatos el aumento de la cobertura
sanitaria en EEUU para 40 millones de personas que no disponían de dicha
cobertura (la Affordable Care Act conocida como Obamacare). Es menos conocido,
en cambio, que en China se ha desarrollado también un aumento progresivo de la
cobertura sanitaria hasta lograr la universalización en 2011, representando,
como reconocía el Banco Mundial, el aumento más grande de la cobertura
sanitaria en la historia de la humanidad, al pasar del 50% al 95% de cobertura
en un país de 1.300 millones de habitantes.
Estos avances y, sobretodo, esta tendencia
creciente en el reconocimiento del derecho de todas las personas a la atención
sanitaria pública es muy importante.
Sin embargo, este, como cualquier otro
derecho, no es irreversible. Hay que defenderlo. Y poder mantener un derecho o
no, dependerá de las correlaciones de fuerzas sociales de cada momento, de las prioridades
y los valores de la sociedad y de sus dirigentes.
En estos últimos años, hemos comprobado esta
“reversibilidad” de los derechos sociales. A raíz de la crisis financiera,
sobre la que luego volveré, se ha producido en distintos países de la UE un
recorte en la cobertura sanitaria; en algunos casos se ha reducido la población
a la que se reconoce el derecho, en otros casos, se han aumentado los copagos,
es decir, se ha limitado la cobertura pública de una prestación; y finalmente
en otros casos se ha reducido la calidad de esos servicios. En España se retiró
la cobertura a más de 800.000 personas y se retiró la financiación pública de
una serie de medicamentos, además de aumentar los copagos para los demás.
Llamo la atención sobre este dato: en España,
según el Barómetro Sanitario del año 2014, elaborado por el CIS, un 4,5% de las
personas encuestadas, que quiere decir 2 millones de españoles, dejaron de
tomar algún medicamento que les había prescrito el médico, por dificultades
económicas. ¿Es esto razonable? A
mi me parece que no es justo que en un país con una renta per cápita de más de
20.000 euros, dos millones de personas no puedan acceder al medicamento que
necesitan. Pienso que el acceso a las medicinas y a la atención sanitaria se
debe garantizar a todas las personas que lo necesiten.
La segunda característica de los sistemas de
salud de la Unión Europea, que es necesaria para que la primera sea posible, es
la Solidaridad. Es decir, la sanidad
para todos se debe pagar con las aportaciones de todos. Si el acceso es en
función de la necesidad, la aportación, en cambio, debe ser en función de su
capacidad de pago, de sus ingresos y de su riqueza, a través de un sistema
fiscal progresivo y justo.
En Europa, a lo largo del siglo XX se ha desarrollado
un modelo fiscal bastante razonable. Una combinación de impuestos directos e
indirectos y de cotizaciones sociales, que permiten recaudar en torno al 45%
del PIB. De esa cantidad, una parte financia la sanidad pública (con un gasto
alrededor del 7-8% del PIB, que supone un 77-80% del gasto sanitario total).
Sin embargo, en los últimos 20 años, la globalización de la economía y la
modificación de los sistemas fiscales permiten que hoy en día los grandes
patrimonios no paguen la proporción que les corresponde y, a su vez, algunas
grandes empresas utilizan mecanismos de ingeniería fiscal para eludir los
impuestos que les corresponden. En España, en los últimos años, la proporción
de gasto sanitario público sobre el total de gasto sanitario ha disminuido del
75,7% en 2009 al 71,5% en 2013.
En España los ingresos fiscales ascienden al
38% del PIB, 7 puntos menos que la media de la UE, equivalente a unos 70.000
millones de euros, es decir, más que todo el gasto sanitario público. España
necesita aumentar su recaudación, pero la reforma fiscal del pasado año supone
una nueva regresión, ya que se pierden otros 9.000 millones de ingresos
públicos yendo la mayor parte a las personas de más renta. Lo que se “devuelve”
a la mayoría de la población es menos de lo que pierden con la disminución de
cobertura en servicios públicos.
El tercer valor común de los sistemas de salud
es la Equidad en la distribución de
los recursos y los servicios. Es decir que todas las personas en un país tengan
la misma garantía de acceso sin que haya una discriminación negativa por lugar
de residencia (territorio, urbano/rural), por sexo, edad, etnia, problema de
salud, nivel de ingresos, nivel educativo, etc.). Esto implica una adecuada
distribución geográfica de los recursos, unas listas de espera que no sean
excesivas, y priorizar la atención de las personas con mayor necesidad, de las
personas de grupos más vulnerables. Aquí también queda mucho por hacer. Hay
desigualdades importantes entre distintos países y también dentro de cada país
entre diferentes regiones. En España, la diferencia del gasto sanitario público
por habitante entre la región con más recursos y la región con menos dotación
es de un 50% (de 1.000 a 1.500 euros/persona/ año). También se observa
desigualdad en el acceso a los servicios y en esperanza de vida entre las
personas con más ingresos y las menos pudientes, o en la menor dotación de
recursos para atender los problemas de salud mental. Como casi siempre que se
intenta mejorar algo, un primer paso es medir para poder priorizar. Se debe incluir
la medida de la desigualdad en los sistemas de información, incorporando en
todos los registros las variables de sexo, edad, nivel de ingresos, nivel de
estudios, etnia, etc., para poder adoptar medidas que mejoren la equidad en la
distribución de los recursos.
El cuarto valor es el Acceso a servicios de calidad y seguridad. El catálogo de
prestaciones se ha ido aumentando a lo largo de los años y la calidad había ido
aumentando también. Contamos hoy en Europa y en España con mejores
profesionales, bien formados, mejores tecnologías, cada vez más cercanas a las
diferentes poblaciones, que han conseguido la mejora de la calidad y la
seguridad. Hemos pasado de camas (jergones) con cuatro pacientes en salas donde
se acumulaban decenas de pacientes a principios del siglo XX, como relataba
Philip Hauser en su obra “Madrid bajo el punto de vista médico social”
publicada 1902, a las habitaciones de dos camas, o habitaciones individuales de
los modernos hospitales públicos. En el siglo XX hemos pasado de una esperanza
de vida al nacer de menos de 40 años a una esperanza de vida al nacer de más de
80. Ya decía Cervantes por boca de Don Quijote que la salud de todo el cuerpo
se fragua en la oficina del estómago, recordándonos con acierto que la salud
tiene que ver con muchos factores, en primer lugar la alimentación suficiente y
adecuada, la potabilización del agua de bebida, el tratamiento de las aguas
residuales y las basuras, un trabajo y un salario digno, etc., etc. Pero aun
teniendo unas buenas condiciones de vida, sin atención sanitaria adecuada y
oportuna, la esperanza de vida se reduciría en un 30%. Muchos de los que
estamos aquí no viviríamos ahora, por ejemplo.
Es decir, el aumento de la cobertura y una
adecuada atención sanitaria “suma” un 30% de años de vida ajustados por
calidad. Es una buena inversión. Genera salud, genera cohesión social, genera
riqueza. Sin embargo, como consecuencia de la crisis económica, en el último
quinquenio se ha recortado el gasto sanitario público en Europa y paralelamente
han aumentado las personas que no pueden acceder a la sanidad que necesitan. En
España, entre 2009 y 2013 se han recortado 9.000 millones de euros, equivalente
a un 12,6% del gasto sanitario público. La mitad de ese recorte ha sido en
salarios (disminución del número de profesionales y del salario por
profesional), la otra mitad ha sido en medicamentos, en tecnología y en
instalaciones. Ustedes saben bien que si no se actualizan las tecnologías, el
deterioro puede traducirse en pérdida de calidad y mayor riesgo para los
pacientes. Si no hay personal suficiente, bien entrenado y motivado, bajará la
calidad, y aumentará el riesgo. En un reciente informe del Panel de Expertos
del que formo parte se analiza el aumento de necesidades sanitarias no
atendidas. En efecto, mientras que entre 2005 y 2009 el número de personas que
declaraban necesidades no atendidas había disminuido fuertemente desde 24 hasta
15 millones, desde 2009, esta tendencia positiva se ha revertido. En 2013, el
número de personas que manifestaban no haber podido acceder a la atención
médica necesaria había aumentado a 18 millones de personas, el 3,6% de la
población. Un signo visible del daño causado por la crisis financiera y
económica
TRES RIESGOS PARA EL SISTEMA SANITARIO
Hasta aquí he querido resaltar los cuatro
valores comunes que tratan de conseguir y mantener los sistemas sanitarios de
la Unión Europea: universalidad, solidaridad, equidad y acceso a servicios de
alta calidad y seguridad. La defensa de estos valores ha permitido que los
países de la Unión desarrollen algunos de los sistemas sanitarios más
eficientes del mundo, como el español. Su objetivo: que todas las personas
puedan acceder a unos servicios sanitarios adecuados en el momento en que los
necesiten, así como a los programas de promoción de la salud y prevención de la
enfermedad más eficaces.
Sin embargo hay algunos riesgos que pueden
afectar a los sistemas de salud en Europa, que están afectando de hecho a la
calidad, la equidad, la solidaridad y la universalidad. En estos úlimos años,
desde que estalló la crisis financiera en 2007 en los EEUU, extendiéndose
después a Europa, las economías de los países han sufrido, se ha destruido
empleo y los gobiernos han adoptado medidas de ajuste para hacer frente a esta
situación. Algunas de esas medidas, como la disminución del gasto sanitario
público, ha podido ocasionar que muchas personas no pudieran acceder a los
servicios sanitarios; o que aumentaran las listas de espera; o que no se pudiera
reponer un equipamiento necesario y se produjeran más fallos de los aceptables;
o que se saturaran las urgencias y se mantuvieran pacientes ingresados en
pasillos, en malas condiciones; o que se retrasara el pago de las compras a los
proveedores por falta de liquidez en las instituciones sanitarias; o que se
despidiera personal y no se pudiera atender con el tiempo y el sosiego
requerido a los pacientes. ¿Por qué ha ocurrido esto?
El sistema sanitario es un sistema vivo y está
afectado continuamente por una serie de factores geopolíticos, económicos y
sociales. Yo voy a referirme aquí a tres de esos factores que creo tienen
interés, y que también están conectados entre sí.
Veamos el primer
riesgo: la desregulación financiera y la supremacía de este sector sobre lo
político.
El excanciller alemán Helmut Schmidt,
fallecido recientemente, decía con su aguda ironía que: “Se puede dividir a la
gente en tres grupos. El primero es el de la gente normal, como usted y yo, que
robamos alguna manzana de niños y que más tarde hasta nos metimos en el bolsillo
alguna tableta de chocolate en el supermercado. Por lo demás somos gente
fiable. El segundo grupo es el de los criminales. El tercero lo componen los
banqueros de inversión”.
Desde luego, esta clasificación del canciller
Schmidt es chocante. Pienso que quería llamar la atención sobre la enorme
capacidad de este nuevo sector financiero para detraer recursos del conjunto de
la economía, ante la incapacidad de control de los poderes públicos.
Más allá de la ironía repasemos algunos datos.
En la crisis financiera, durante los años 2008 y 2013, los gobiernos de los países
de la Unión Europea detrajeron de los presupuestos públicos 636.390 millones de
euros para ayudas directas a las entidades financieras (sin contar garantías y
otras medidas). En España se destinaron 94.760 millones. Los recortes del
presupuesto acumulado en sanidad en ese mismo periodo ascienden a menos de 30.000
millones; es decir sí había dinero público para sanidad, pero se detrajo para
otros fines. Como digo, no solo fue España. En Alemania se destinaron a ayudas
a las entidades financieras 144.150 millones, en Reino Unido 140.540, etc. etc.
En el mismo periodo las ayudas estatales a las empresas de la economía real
fueron la décima parte que al sector financiero. Y en el mismo periodo, como se
ha dicho, la sanidad de la mitad de los países europeos sufrió recortes. Es
decir, los ingresos públicos habían caído por causa del estallido de la burbuja
financiera, pero dentro de la crisis, se destinaron importantes cantidades de
dinero público a las entidades financieras europeas, generando nueva deuda
pública: esas ayudas las pagamos entre todos, y esa deuda la pagaremos todos
los españoles y todos los europeos, a través de los presupuestos públicos
durante años. Mientras tanto, insisto, se recortaban ayudas a empresas
industriales y se retrocedía en la cobertura y calidad de los servicios
públicos.
Además, en diciembre de 2012 el BCE prestó
489.190 millones de euros a los bancos; en febrero de 2013 otros 529.531 a un
interés del 1% a tres años. Estas cantidades, en parte, han ido a la compra de
la deuda pública de España y otros países, a tipos más altos, suponiendo otra
ayuda significativa para las entidades financieras.
Pero, ¿se ha resuelto el problema? ¿Por qué se
produjo la burbuja financiera? La causa de esta enfermedad sistémica, de esta
burbuja financiera, como analiza con precisión el profesor William Black, fue
la desregulación del sistema financiero y un fallo global en el control desde
las instituciones políticas, con tres elementos claves: la aparición y
autorización de nuevos productos financieros tóxicos (como las hipotecas
basura); el desarrollo y la autorización de entidades tan grandes que no se
pueden dejar quebrar; y un sistema de incentivos para los altos ejecutivos que
premia las inversiones de riesgo, de corto plazo, con apuestas multimillonarias
y con seguros millonarios sobre esas mismas apuestas. Esta enfermedad, la falta
control del sistema financiero, no se ha corregido; sigue ahí. La Unión Europea
ha planteado algunas medidas, pero son claramente insuficientes. Y son
insuficientes a nivel mundial, como ha reconocido la Directora del FMI, Christine
Lagarde, en Mayo de 2014, cuando decía que las reformas del sector financiero
eran lentas porque eran muy complejas pero también, y cito textualmente, “por
los feroces intentos de retroceder por parte del sector”.
Veamos ahora el segundo riesgo: la falta de eficiencia y de justicia fiscal.
Valga como ejemplo el caso, conocido estos
días a través de la prensa, de una empresa farmacéutica española que anunciaba
el traslado de su tesorería global a Irlanda para pagar menos impuestos. No es
un problema que afecte solo a España. Muchas multinacionales buscan radicarse
en Irlanda, en Holanda, en Luxemburgo, o en paraísos fiscales, tratando de
eludir el pago de impuestos. ¿Qué pasaría si hiciéramos lo mismo todos los ciudadanos
y todas las empresas, porque la ley nos lo permitiera? Pues que no habría
ingresos públicos.
Dejémoslo claro, sin impuestos no hay
derechos, no hay sanidad, no hay justicia, no hay pensiones, no hay seguridad
en las calles. Sin derechos no hay democracia. Desde luego no hay bienestar
para la inmensa mayoría de la población. Y sin impuestos justos, donde pague
más el que más tiene, no hay solidaridad, no hay redistribución de renta, no se
disminuye la desigualdad que crea el modelo económico, cuyo motor es el ánimo
de lucro. La Constitución Española sería entonces papel mojado. La Constitución
reconoce en su artículo 33 el derecho a la propiedad privada y a la herencia;
el artículo 38 reconoce a su vez la libertad de empresa en el marco de la
economía de mercado. Es decir, en el pacto constitucional los españoles
entendimos que la economía de mercado era la más capaz de producir bienes y
servicios y generar riqueza. Pero ese pacto constitucional habla también de los
derechos que se deben garantizar, como el derecho a la protección de la salud.
Y para ello debe haber una financiación solidaria. Por eso, la Constitución
también dice en su artículo 31 que todos contribuirán al mantenimiento de los
gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema
tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad… Es
preciso revitalizar y actualizar este pacto constitucional creando un modelo fiscal
eficiente y justo.
Pero, como digo, el problema no es solo de
España, aunque aquí es más marcado. En Europa, el fraude, la evasión y la
elusión fiscal suman cada año más de 1 billón de euros. Equivale a más de todo
el gasto sanitario público anual. Con este agujero, cualquier política pública
(sanidad, pensiones, servicios sociales, educación, etc.) están en riesgo.
Europa necesita crear y reforzar un sistema
fiscal europeo, eliminando la elusión fiscal, prohibiendo los paraísos fiscales
legales en su territorio, y persiguiendo el fraude.
Nos toca ahora comentar el tercer riesgo: el sistema de fijación de precios de los nuevos
medicamentos.
El Consejo de Ministros de sanidad de la UE,
en sus conclusiones sobre la crisis económica y la sanidad (20 junio 2014)
expresaba su preocupación de que “los precios de muchos de los nuevos
medicamentos innovadores son muy elevados en relación con la capacidad de gasto
sanitario público de muchos Estados Miembros, y esta situación en relación con
los precios puede desestabilizar los sistemas de salud en Estados Miembros ya
debilitados por la crisis financiera”.
Este problema llamó la atención en 2013 y 2014
con los nuevos tratamientos para la hepatitis C, pero ya se había comenzado a
producir en los elevados precios de tratamientos para el cáncer y otros
procesos. El hecho es que se piden y se imponen precios elevadísimos para
algunos nuevos medicamentos, en negociaciones en las que hay una asimetría
entre la presión que ejerce la compañía y la capacidad de respuesta del
gobierno de cada país. El precio es, a veces, un 5.000% del coste de producción
incluyendo la I+D. La fuerza de negociación de las compañías se la da el
monopolio, en ocasiones por la patente, y en otras, como se verá, por la
ausencia de una alternativa en ese mercado, en ese momento. El medicamento se
puede convertir así en otro producto financiero y puede crear otra burbuja
financiera, estimulada por el mismo sistema de incentivos perverso. De hecho,
los mayores accionistas institucionales de las grandes compañías farmacéuticas
norteamericanas son gestoras de fondos de inversión y fondos de pensiones. Hace
unas semanas un joven ejecutivo de
un fondo de inversiones compró un laboratorio en EEUU y subió el precio
por pastilla de un medicamento
para la malaria y la toxoplasmosis, llamado daraprim, desde 13,5 a 750$ (cuando
el coste de producción es 0,15 céntimos de dólar, y el medicamento está fuera
de patente, es decir, ya se pagó la investigación). El precio se fija sin
relación con el esfuerzo de producción o investigación, sino abusando del
monopolio, del poder de mercado, y con un sistema de incentivos potentísimo a
los ejecutivos para aumentar el “valor” de la empresa en los mercados
financieros. Igual que con las hipotecas basura. El anuncio de que puede ser
aprobado o financiado un nuevo medicamento, o una posible fusión de empresas,
genera una revalorización de acciones que se traduce en altísimos incentivos,
de varios millones de euros para los altos ejecutivos de esas compañías.
Estos precios exagerados tienen dos efectos,
uno, limitan el acceso de los pacientes a esas medicinas por que no pueden
pagarlas. Dos, si las medicinas son cubiertas por la sanidad pública, la
cantidad destinada a ese medicamento, en un contexto de recursos limitados,
detrae esos fondos de otras partidas (tecnología, personal) y, como dicen las
conclusiones del Consejo antes citadas, “puede desestabilizar los sistemas
sanitarios”.
El argumento formal usado por las compañías
para subir los precios es la inversión en investigación. Es importante que haya
investigación y que se premie. Se puede calcular su coste y se puede remunerar
de diferentes maneras, a través del precio (recuperando el coste y un beneficio
prudente) o a través de otros sistemas (fondo global, premios, etc.). Separar
la financiación de la investigación del precio (delink) es una alternativa que
debe analizarse, como han señalado documentos recientes de la OMS y de la OCDE
(Health at a Glance, 2015; Atimicrobial resistance in G7 countries and beyond,
2015).
Otro argumento que se utiliza es el del
“valor” para el paciente: los años de vida ajustados por calidad, los QUALYs o
AVACs que añade, y los ahorros en otras intervenciones. El problema es que el
precio por AVAC sobre el que se empieza a discutir es un precio
injustificadamente alto, que no tiene relación con el coste real. La evaluación
del beneficio para el paciente tiene utilidad para rechazar la autorización o
la financiación pública de un medicamento que no añada beneficio. No para fijar
el precio. Al menos no sin tener en cuesta el coste real, o bien la
disponibilidad total del presupuesto público. Es decir, si aplicáramos ese
método a todas las intervenciones médicas y todos los medicamentos
tradicionales, debería fijarse un precio por AVAC para todas las intervenciones
del sistema sanitario, que pudiera ser financiado con el presupuesto sanitario
público aprobado. Es decir, el precio por AVAC debía recalcularse en función
del prepuesto disponible. En caso contrario no sería financiable. Un
diagnóstico médico, o una intervención quirúrgica que salvan la vida de un niño
de 1 año tendrían un precio de 2 millones de euros, con un precio por AVAC de
25.000 euros.
El problema no es menor. En el momento actual
algunas empresas farmacéuticas están distorsionando los precios abusando del
poder de mercado y de la debilidad de los gobiernos nacionales, incapaces de
fijar precios justos. Si esta situación no se corrige, otras empresas harán lo
mismo o saldrán del mercado. Es precisa una acción coordinada de la Unión
Europea para que el retorno de la inversión sea razonable, es decir, que el
beneficio antes de impuestos pueda ser entre un 6 y un 8%. Pensemos que si se
destina a un solo producto 500 millones de euros anuales, sabiendo que cuesta
solamente 5 millones, se están detrayendo de un uso social óptimo 495 millones
al no poder comprar otras tecnologías, al no poder contratar y formar buenos
profesionales, o al imponer barreras de acceso a los pacientes (copagos excesivos,
listas de espera excesivas, etc.). Hemos de cambiar las leyes que permiten
abuso de mercado con productos sanitarios, porque ese abuso perjudica a los
pacientes, a la economía real, incluido el sector farmacéutico, y al bienestar
social.
Como ven, los tres ejemplos están
relacionados. Muestran la pérdida de la capacidad de control y dirección de los
gobiernos de los países y del gobierno de la Unión Europea sobre los efectos
adversos de una economía financiera multinacional des-regulada. Es una pérdida
de equilibrio. La economía financiera virtual es una economía diferente de la
economía industrial, de la economía real. El sector financiero es necesario y
debe ser complementario del sector industrial, como lo fue en el pasado. Pero
en su forma actual, con la desregulación, la mezcla de banca de ahorro y banca
de inversión, la aparición de la banca en la sombra y los fondos de riesgo, la
globalización de los procesos, su enorme dimensión, su inmediatez (a través de
la red), los productos financieros tóxicos y el sistema de remuneración de sus
altos directivos, este sistema financiero se convierte en un riesgo para la
economía real de los países, para las empresas productivas, y para el bienestar
de los ciudadanos. La burbuja financiera estalló con la hipotecas basura, hoy
puede volver a estallar con la burbuja de los precios de los medicamentos.
Quizá fuera mejor gestionar ese riesgo, y evitarlo. Se deberían plantear estos
temas con rigor, con todos los agentes implicados, y se debería encontrar un nuevo
equilibrio.
La gestión de estos riesgos es la
responsabilidad de los gobiernos nacionales y de la Unión Europea.
Los gobiernos nacionales pueden hacer algo. Y
deben hacerlo. Pero en una economía globalizada, los problemas deben plantearse
y resolverse a nivel global. Necesitamos
una Europa más fuerte y más eficaz. Una Europa que pueda controlar los
movimientos de capitales, el fraude fiscal y la fijación de precios de
productos esenciales como los medicamentos.
Estos riesgos son reales y amenazan el sistema
sanitario europeo.
El curso de la historia lo trazan los hombres
en el marco que nos ofrece la naturaleza. De la misma manera que a finales del
siglo XIX y principios del XX hubo hombres que trazaron un nuevo rumbo para
Europa, diseñando los sistemas de seguridad social universales, de la misma
manera que después de las dos cruentas guerras mundiales que asolaron Europa,
los fundadores de la Unión Europea supieron ver aquello que nos podía unir para
evitar nuevas guerras e impulsar el progreso, ahora es preciso que Europa
redefina su ser para hacer frente a los nuevos desafíos. Es tarea de los
dirigentes, sí. Pero la fuerza de los dirigentes debe surgir de una conciencia
social que demande este nuevo rumbo hacia una mayor unión y un reequilibrio de
los nuevos agentes económicos. Hemos de avanzar con inteligencia, generosidad y
determinación hacia una Europa más fuerte, más unida. Una economía europea, una
fiscalidad europea, una sanidad europea. Como
decía el canciller Helmut Schimdt, “Europa solo tiene futuro si apuesta por la
unión política, económica y social”. Si no avanzamos en esa dirección, si,
en cambio, cada país, cada región dentro de cada país y cada ciudadano dentro
de cada región juega al sálvese quien pueda, retrocederemos un siglo.
Pero, además, hemos de buscar este desarrollo
en un mundo cada vez más interconectado, en el que existen retos que tendremos
que superar entre todos. Las Naciones Unidas han fijado los nuevos Objetivos de
Desarrollo Sostenible con el horizonte 2030. En los 17 objetivos se incluyen
erradicar la pobreza y el hambre, y lograr la universalización de la atención
sanitaria. Es indudable que desde el año 2000, cuando se formularon los
Objetivos de Desarrollo del Milenio, hasta hoy se ha avanzado
significativamente en estos campos. Pero queda mucho por hacer. La mortalidad
infantil se ha reducido a la mitad desde 1990, esto es verdad y es muy
positivo, pero también es verdad que todavía hoy 17.000 niños mueren cada día,
antes de cumplir los cinco años. Queda
mucho por hacer. Y es posible hacerlo.
Conviene recordar que hasta la segunda mitad
del siglo XX Europa había sido escenario de hambrunas y guerras que parecían
interminables. Y conviene reconocer que los europeos hemos sido capaces de
construir, un modelo de convivencia con el que soñó siempre la humanidad: vivir
en paz, poder educar a nuestros hijos, tener un trabajo digno, derecho al
retiro retribuido y a la atención sanitaria en caso de necesidad. Un milagro laico. Un modelo al que aspiran
millones de personas en el mundo.
Ahora la situación ha cambiado. Los actores
sociales son distintos, la solidaridad surgida del horror de la guerra queda
lejos en la memoria, la capacidad de los gobiernos y los parlamentos nacionales
para regular la economía de cada país es insuficiente, la fuerza de
representación de las organizaciones de trabajadores se ha diluido, el
individualismo, el consumismo y las redes sociales a través de Internet han
creado un nuevo escenario. En suma, las condiciones de las que surgió la Unión
Europea eran muy distintas a las de hoy y, sin embargo, estamos tratando los
problemas hoy con las “tecnologías políticas” del siglo XIX y del siglo XX.
Les
invito a que pensemos en ello, y busquemos respuestas. Es tarea de todos,
representantes y representados, impulsar una Europa que pueda hacer frente a
los nuevos desafíos, que pueda lograr un nuevo equilibrio entre los intereses
legítimos de todos los actores económicos y sociales. Estoy seguro de que
podemos encontrar y construir las soluciones justas para que todos los
ciudadanos europeos podamos disfrutar de una sanidad universal, solidaria,
equitativa y de calidad hoy, y en el futuro, contribuyendo al mismo tiempo
desde Europa a lograr la cobertura sanitaria universal.
Robert Schuman, uno de los padres fundadores
de la Unión Europea, impulsó en 1950 la primera pieza de esta gran obra, la
Comunidad Económica del Carbón y del Acero. Entonces dijo: Europa no se hará de
una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas,
que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”.
En búlgaro diríamos: stepka pu stepka, paso a
paso.