(artículo publicado en elDiario.es 5/1/2022)
Cualquiera de nosotros ha vivido, en sí mismo, en un familiar o en un amigo querido, un problema severo de salud mental. Al decir severo quiero decir que nos ha producido sufrimiento indecible y nos ha dificultado el desarrollo de nuestra vida, en el ámbito familiar, escolar, laboral o social. A veces nos ha dejado tirados, sin fuerza para seguir adelante, sintiendo incomprensión y desesperanza: una depresión que vino sin saber cómo; una obsesión que no nos deja vivir; percepciones alteradas que nos hacen oír voces en nuestra mente y nos confunden haciéndonos dudar de la realidad; trastornos de la alimentación que ponen en riesgo nuestra vida…
Los problemas de salud mental suponen el 15% de la “carga de enfermedad” total de la población (años de vida vividos con discapacidad). Las causas y los procesos que generan estos trastornos son muy complejos. A veces, uno mismo puede tratar de salir adelante por sí mismo. Pero muchas otras es necesaria ayuda profesional. Hasta mediados del siglo XX se pensaba que estos problemas eran incomprensibles e irresolubles. Hoy sabemos que, con los apoyos apropiados, la inmensa mayoría de las personas con problemas severos de salud mental pueden lograr una recuperación completa. Por eso es inaceptable que, en un país con el desarrollo económico de España, miles de personas no puedan contar con esos apoyos. Por ejemplo, no es admisible que, cuando se pide cita con un especialista en salud mental, la espera supere el mes o los dos meses. En ese tiempo el problema se agrava, aumenta el estigma y se hace más difícil de superar.
¿Qué condiciones y apoyos considero adecuados para disfrutar de una buena salud mental? Poder vivir en un entorno saludable, en una familia acogedora; poder estudiar y, más tarde, lograr un empleo y llevar una vida independiente, con mi familia, amigos y vecinos, aceptándome como soy, disfrutando de las pequeñas cosas, compartiendo y contribuyendo al desarrollo de la comunidad, queriendo y sintiéndome querido.
Que, si aparecen problemas de salud mental (depresión, voces, ansiedad, etc.), poder expresar mi dificultad y pedir ayuda a la familia y amigos; que en los servicios de Atención Primaria puedan escucharme, valorar mi problema, orientarme; que, si necesito servicios de salud mental, haya un acceso rápido (menos de una semana) a un equipo de salud mental multidisciplinar, asertivo, con enfoque comunitario, que disponga de tiempo para valorar mi situación y, si procede, diseñar conmigo un plan individualizado de atención. Que estos apoyos incluyan psicoterapia, acompañamiento con asistente personal o persona con experiencia propia, apoyo a la familia y atención domiciliaria, acceso telefónico ágil, etc. En caso necesario, medicación.
Si fuera preciso, tener acceso a otros programas o unidades sociales (centro de día, hospital de día, vivienda de respiro, apoyo para vivienda habitual, orientación y apoyo laboral y educativo, hospitalización, etc.). Que, en todo momento, se respetasen mis derechos humanos, mi participación en las decisiones, mis preferencias y consentimiento previo, buscando una recuperación activa en la comunidad, aprendiendo a gestionar mis molestias, con autonomía, sintiéndome parte de la sociedad y de la vida, con esperanza y con sentido.
Es decir, una atención centrada en la persona, respetando los derechos humanos y con un enfoque de recuperación, como propone la OMS en su Guía en Servicios de Salud Mental comunitarios y como se planteaba ya en España en el documento para la Reforma Psiquiátrica de 1985, en la Ley General de Sanidad de 1986, y en los planes de salud mental de aquellas comunidades autónomas que impulsaron este enfoque de atención hasta la crisis financiera de 2009. Entonces, los recortes en servicios públicos y en sanidad afectaron gravemente a los recursos para la salud mental. Y, paralelamente, la falta de medios facilitó una regresión en el enfoque de la atención: del enfoque integrado en la comunidad se pasó al enfoque centrado en el hospital; de los apoyos psicológicos y sociales, al enfoque farmacológico y a la contención mecánica.
En efecto, en España se destina a salud mental solamente un 5% del gasto sanitario total, unos 4.000 millones de euros anuales, (cuando, como veíamos, la carga de enfermedad es el 15% del total). Y, de ese gasto, el 44% se destina a hospitales, el 42% a medicación y solo un 14% a servicios comunitarios. La disponibilidad de profesionales (psiquiatras, psicólogos clínicos, enfermeras, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales, etc.) es menos de la mitad de la media europea. Los recursos sociales (apoyos para empleo, vivienda, integración social), que se recortaron en la crisis financiera, no se han recuperado y son muy insuficientes.
Como consecuencia de esta falta de recursos y esta regresión en el enfoque, la calidad de los servicios de salud mental en España se ha deteriorado, siendo muy inferior a la de otros países europeos, como muestra el Mental Health Index. La Estrategia de Salud Mental del Sistema Nacional de Salud 2022-2026, aprobada en diciembre de 2021 por el Consejo Interterritorial del SNS, trata de volver al enfoque comunitario, centrado en la persona y basado en los derechos humanos. La Estrategia va en la buena dirección respecto al “cómo”, sin embargo, se echan en falta dos cuestiones importantes: la definición de objetivos mensurables y, sobre todo, la cuantificación y previsión de los recursos adicionales para los próximos cuatro años para poder recuperar y consolidar unos buenos servicios de salud mental: se prevén 30 millones de euros anuales frente a los más de 4.000 millones precisos.
Aquí está el principal escollo. Sabemos “cómo” se deberían hacer las cosas, pero nos falta el “con qué”. Los recursos. Como vimos, del gasto sanitario público total, destinamos solo un 5% a salud mental, mientras Alemania destina el 11%, Suecia el 10%, Reino Unido el 9,5% y Holanda el 8,8%. Si destináramos el 10% del gasto sanitario público a salud mental dispondríamos de otros 4.000 millones anuales. Por otro lado, ese aumento de recursos se debería orientar no a hospitales o a medicamentos, sino a la salud mental comunitaria, que pasaría a suponer un 70% del total de gasto en salud mental. Se preguntarán: pero ¿de qué otras partidas de sanidad se reduce el gasto? Pues, por ejemplo, reduciendo los precios abusivos de los medicamentos se ahorrarían 8.000 millones anuales, como mostramos en nuestro documento para la Fundación Alternativas.
Además, en España disponemos de menos gasto sanitario público en relación con nuestra renta que en la Euroárea-15, un 6,5% del PIB frente a un 8,3%. Esa diferencia supone casi 20.000 millones de euros menos, de los cuales el 10% debería ir a salud mental. ¿Podemos permitirnos ese gasto? Si los ingresos fiscales fueran similares a los de otros países europeos, en proporción a nuestra renta, desde luego que sí. En efecto, la diferencia de ingresos fiscales con la Euroárea era de 7 puntos en 2019, equivalente a 87.500 millones de euros, más que suficiente para financiar las necesidades de dotación en salud mental y sanidad en general. No se trata de cobrar más impuestos a las rentas medias y bajas, sino de cobrar impuestos justos a las grandes fortunas y a las grandes corporaciones y evitar el fraude fiscal.
En los últimos dos años, la pandemia de la COVID-19 ha impactado negativamente sobre la salud mental y ha tensionado más todavía a los profesionales de unos servicios sanitarios infradotados. Así, vimos que en 2020 aumentó el número de suicidios un 7,3% respecto al año anterior, hasta alcanzar 3.941 fallecidos. Cada estadística son personas y familias que sufren. Dolor innecesario y muertes que, en muchos casos, podían haberse evitado. Con los recursos adecuados orientados a la salud mental comunitaria, la atención podría ser excelente, en tiempo y en calidad, apoyando la recuperación completa de las personas. Pero, por falta de atención adecuada, muchas personas con problemas de salud mental ven limitada su autonomía, su posibilidad de trabajar y de formar una familia independiente, o se convierten en “sin techo” que viven en la indigencia. Hoy sabemos “cómo” recuperar una buena salud mental. Pero necesitamos cuadrar el “con qué”. Los gobiernos y la ciudadanía saben que es posible. Solo falta voluntad política y un fuerte respaldo social.