Leo en El País, 1 de agosto de 2014, tres
historias separadas una de otra por tan solo unas páginas. Son muy distintas
pero cuentan cosas de cómo es hoy la España que vivimos. Y duelen.
En la página 32, Manuel Castillo escribe desde
Almería a Cartas al Director y dice: “¿Pero quién se acuerda de los
desempleados que ya no recibimos ninguna prestación?”… “Hace un año que no
desayuno, a mediodía solo puedo comer pasta o arroz y mi cena es casi siempre
pan o nada. Hace más de tres años que no me compro ropa… Cosas tan mundanas
como encender la luz se han convertido en un lujo… mi vida se ha convertido en
un infierno en el que lo más importante es literalmente comer”.
Un poco antes, en la página 25, nos informa R.
M. que los “bonus” (remuneración) del presidente de la compañía T. en el primer
semestre de este año sumaron 3 millones de euros. Cuenta también que el consejo
de administración aprobó el plan de pensiones del mismo presidente: 48,8 millones de
euros. ¿Se atreven a calcular a cuantas pensiones medias equivaldría?
Una sociedad vertebrada, cohesionada,
pacífica, necesita unas reglas de juego que ordenen la convivencia de las
personas de tal manera que todos podamos disfrutar de una vida digna, que
podamos desarrollar una actividad productiva y recibir una remuneración
proporcionada al esfuerzo y a la contribución al bienestar general. Como todos
somos diferentes, y como algunos realizan más esfuerzo que otros o su tarea es
más compleja y requiere más preparación, parece razonable que existan diferencias
en la remuneración. Por ejemplo, entre el trabajo de un trabajador no
cualificado y un ingeniero o un médico, ¿podría entenderse una diferencia de
uno a 5 o uno a 10? (sería unos 1.000 € al mes y unos 5.000 o 10.000 € al mes
respectivamente). Lo que no es razonable es que esa diferencia sea de 100 veces
o de 300 veces o, como hemos visto, ¡de 600 veces más! Esto es inmoral. No es
proporcional al esfuerzo o a la aportación realizada a la sociedad. Por lo
tanto, es injusto. Y si la ley lo permite es una mala ley y hay que cambiarla.
Pero, además de que las diferencias en las
rentas primarias deban moderarse para evitar estas enormes desigualdades,
injustas y desmoralizadoras, la sociedad encomienda a los poderes públicos, a
los gobiernos, la tarea de recaudar unos impuestos con carácter progresivo, es
decir, donde paguen una proporción más alta sobre su renta los que más tienen.
Esto lo acordamos en nuestra Constitución (artículo 31). Con ese dinero
recaudado se pueden llevar a cabo las tareas públicas (justicia, seguridad,
relaciones exteriores) y una serie de políticas económicas y sociales que
sirvan para que las personas con necesidades puedan tener protección (sanidad, servicios
sociales, políticas de renta). Las ayudas a las personas en situación de
desempleo o con empleo precario no son caridad, son justicia, son la otra parte
del pacto Constitucional, son obligaciones del Estado que se deben y se pueden
pagar con un sistema fiscal sólido, justo y suficiente.
Sin embargo no estamos yendo en esa dirección.
Si leemos la tercera historia del mismo periódico que nos cuenta Antoni Zabalza
en la página 33, nos enteramos de que en la reforma fiscal aprobada por el
Gobierno Rajoy “los mayores aumentos de renta disponible los conseguirán los
613.754 contribuyentes con rentas superiores a 60.000 €. Y los menores aumentos
los conseguirán los 10.812.278 contribuyentes con rentas anuales de 12.000 a
60.000 €”. Es una reforma que beneficia de forma notable a los contribuyentes
más ricos y resta 9.000 millones € al dinero público, que era de todos y debía
ir prioritariamente a políticas sociales.
Además, en ese cálculo no está incluido el
fraude y la evasión fiscal, que supone en España más de 60.000 millones €
anuales y es literalmente un robo sistemático de los más ricos a las clases
medias y los trabajadores. Solo reduciendo a la mitad ese fraude y con una
reforma fiscal progresiva y progresista se podrían financiar, entre otros, unos
servicios públicos de calidad, nuevas políticas activas de empleo, una industrialización
inteligente e innovadora, y un sistema de garantía de ingresos mínimos, para
que personas como Manuel puedan salir del infierno y puedan vivir con dignidad.
La desigualdad en España, hoy, ha rebasado los límites de la razón y la ética.
Es preciso un cambio a fondo, de raíz, donde la codicia abusiva deje de ser
tolerada como normal y la pobreza deje de considerarse inevitable. Tenemos que
ser capaces de cambiar entre todos estas tres historias.
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