Los humanos son bípedos. Se yerguen sobre las
extremidades traseras, que ellos llaman miembros inferiores, porque al erguirse
quedan abajo; son las piernas. El equilibrio parece imposible. Todo el peso del
cuerpo se sostiene con el extremo inferior de la pierna, el pie. Un hueso duro
en el talón sirve de apoyo principal, y otros huesos muy pequeños y frágiles,
articulados en 5 hileras, construyen una base que se sujeta con músculos y
tendones, a modo de tirantes, formando una pequeña bóveda. Todo ello se recubre
con almohadillas de grasa y piel. Una verdadera maravilla. Pero aún hay
más; el cuerpo tiene que
levantarse y sujetarse sobre las piernas. También aquí se forman arquitecturas
increíbles con los huesos tibia, peroné y fémur y con el hueso de la cadera.
Articulaciones, rodamientos, músculos y ligamentos, permiten la fuerza y la
elasticidad de la rodilla, la cadera y la pierna. Y sobre esta estructura se
asienta otra ingeniería sofisticada hasta el extremo, la columna vertebral,
formada con pequeñas vértebras articuladas que pueden levantar todo el peso del
vientre, con su paquete intestinal, y todo el tórax, los miembros anteriores,
que ahora son superiores, los brazos, y encima del todo la cabeza, que mucho
tiempo atrás estuvo delante, cuando nuestros antepasados caminaban a cuatro patas.
Increíble. Pero más increíble es que sobre dos piernas que sujetan un peso de
30, 50, 100 kilos o más, el humano pueda mantener el equilibrio y caminar sin
caerse y pueda correr, jugar al fútbol, saltar y bailar. Y todo ello dirigido
desde el cerebro a través de un mecanismo de señales que transportan los
nervios. Cuando ocurre un infarto cerebral no llegan las instrucciones a los
nervios y tampoco a los músculos, y se paraliza todo.
El humano, como las hormigas, construye
túneles muy profundos, pero no suele vivir dentro de ellos, sino que los usa
para enterrar trenes que lo llevan de un lado a otro por dentro de la tierra.
Le llaman Metro. Los humanos, cabizbajos, ensimismados, entran en las bocas de
la tierra, las bocas de Metro, y bajan por unas larguísimas escaleras, de
cientos de peldaños, hasta llegar a un espacio más ancho, con bóvedas sujetas
con hierro y con cemento. Ahí están los trenes, sobre raíles que recorren
quilómetros y quilómetros de una punta a otra de la ciudad. Las profundidades de
la tierra están alumbradas con luces eléctricas. Otra maravilla que permite
hacer el día en la noche. Allí van los humanos. No se conocen entre sí. No
hablan. No se miran apenas, como si les diera vergüenza. Cuando son muchos y no
caben en el vagón del metro tienen que juntarse, muy cerca unos de otros, a
veces literalmente pegados. Pero no sienten nada. No hay afecto entre ellos. Es
como si estuvieran envueltos por un plástico invisible que no permitiera el
contacto. Que los aislara. Así pueden estar pegados sin abrazarse, sin mirarse
a los ojos, sin cambiar un saludo, un “¿cómo está usted?”. Es como si se
protegieran unos de otros. Pasa también en los ascensores. Como si reservaran
su afecto y su simpatía para cuando tenga sentido. Solamente a veces cuando dan
un golpe sin querer dicen “lo siento”. La expresión del humano en el metro, y
muchas veces también cuando camina por la calle a ras del suelo, es neutra.
Como si estuviera dormido. A veces parecen tristes. Pero si encuentra una
persona conocida, entonces le cambia la cara, aparece una sonrisa, se iluminan
los ojos, se dan la mano, a veces se abrazan o se dan una palmada cariñosa en
el hombro, hablan entre sí, y en ocasiones ríen. Es bonito ver reír a los humanos.
En el metro hay rostros de muchos lugares, de
muchas tonalidades de piel, y hay humanos varones y hembras de todas las
edades, y de diferentes tamaños. Van vestidos. Llevan zapatos en los pies para
no hacerse daño al caminar. En invierno se cubren con ropas de más abrigo y con
bufandas y guantes. Cada uno tiene sus historias, dos hijos en el colegio, la
madre con Alzheimer en la residencia, la tierra lejana en que nació y el amigo
que escribe preguntando cómo van las cosas por allí, esta noche hervido con
patatas, el marido se ha puesto enfermo y le están haciendo pruebas, en el
trabajo han despedido a varios y la situación es tensa, estamos preparando la
fiesta de jubilación de una gran amiga, quisiera que mi hija encontrara
trabajo, hace días que no he visto a mis nietos, mi mujer es un cielo, mañana
es el examen… cada una y cada uno va pensando entre sueños sus historias, las
que fueron y las que han de venir. Pero no dicen nada. Se las guardan para ellas
y entornan los ojos, dormitando. Al llegar a la estación correspondiente, los
que llegan a su destino bajan y caminan con prisa hacia las escaleras sin
despedirse de los que se quedan abajo. Salen por las bocas desde el fondo de la
tierra y se dispersan hacia sus trabajos y sus ocupaciones.
Es impresionante darse cuenta de cuántos
mundos hay en este mundo. Cuántas almas diferentes. Cuántas historias. Cuántos
sueños. Sin embargo, vistos desde lejos, parecemos todos iguales. Como si
formáramos un mismo cuerpo. Como si viviéramos una misma aventura. Caminando
con los pies ligeros de un niño o arrastrándolos cansados como un viejo. Quizá,
en fondo, seamos todos realmente iguales.
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