(Ponencia presentada por Fernando Lamata en las Jornadas “Los Servicios Públicos como defensa del Estado del Bienestar” organizadas por la Fundación Juan de los Toyos, Bilbao, 18 de noviembre de 2014).
Es un honor poder discutir y reflexionar con vosotros y con
vosotras sobre esta importante cuestión en Bilbao, cuna del movimiento obrero y
ejemplo de luchadores por la justicia y por la libertad.
El Estado de Bienestar y la sanidad pública están en
peligro.
Para intentar entender por qué, en esta ponencia dedicaré
unos minutos a recordar cómo se construyó el Estado de Bienestar, cómo fue
posible, para analizar después cómo, porqué y quién lo está desmontando.
Simplificando un poco diré que, en mi opinión, estamos
perdiendo la batalla porque atacan el Estado del Bienestar con Drones armados
con misiles y nosotros nos defendemos con tirachinas. Para recuperar el terreno
perdido, y para extender las conquistas sociales a todos los pueblos de la
tierra, tenemos que entender lo que está pasando y diseñar las organizaciones y
las estrategias adecuadas. Tenemos que entender que un derecho solamente es
derecho si tenemos fuerza bastante para defenderlo.
El Estado de Bienestar en España está siendo atacado y
desmantelado en los últimos años pieza a pieza. Nuestro país es el segundo país
de Europa en que más ha aumentado la desigualdad en los últimos años. Las
“listas de bajas” incluyen: destrucción de empleo y paro masivo para miles de
jóvenes; y, para los que trabajan, menos salario y más jornada; disminución de
ayuda económica en caso de baja laboral; pérdida de poder adquisitivo de las
pensiones y exigencia de más años de cotización; menos servicios sociales, menos
sanidad, etc., etc. Y no han parado: un informe del BBVA Research difundido la
semana pasada pide que los parados se paguen su indemnización por despido, y lo
dice en un momento en que el Estado ha reducido la cobertura de la prestación
por desempleo de un 72% en 2009 a un 53% hoy. Y lo dice en un informe titulado
“medidas para favorecer la contratación indefinida”, en esa neolengua donde la desregulación bancaria se llama
“modernización del sistema financiero”, o los recortes sanitarios “garantía de
sostenibilidad” o las bajadas de salarios “austeridad responsable”, como
aquella neolengua que George Orwell describió magistralmente en su novela “1984”
¿Qué está pasando? ¿Por qué? ¿Qué podemos hacer? ¿Qué debemos hacer?
¿Cómo se construyó el Estado del Bienestar?
A lo largo de tres generaciones habíamos alcanzado una
sanidad pública de calidad y para todos. No fue un regalo del cielo. La sanidad
pública en España y en Europa fue una conquista de los trabajadores y de las
clases medias que se fue construyendo a lo largo del siglo XX. Fue un logro
extraordinario: por primera vez en la
historia todas las personas tenían derecho a la atención sanitaria pública, de
acuerdo con sus necesidades, y sin tener en cuenta su clase social o su riqueza.
La sanidad española ofrecía una atención de calidad, con un coste razonable
proporcionado al nivel de renta del país. Los resultados en salud eran
excelentes; entre los años 2000 y 2011, gracias al trabajo y la dedicación de
buenos profesionales, el Sistema Nacional de Salud se consideraba uno de los
sistemas sanitarios más eficientes del mundo (relación entre resultados y
coste), según informes de la OMS, OECD, agencia Bloomberg, universidad de
Washington, etc. Ahora la sanidad pública y el Estado del Bienestar están
amenazados. Se ha quebrado el principio de justicia; hay personas que no pueden
pagarse los medicamentos; hay personas que ven agravar su enfermedad o la de un
ser querido y, a veces, mueren sin recibir atención, aguardando en las interminables
listas de espera, o rechazados por no tener tarjeta sanitaria. Se ha vuelto a
instaurar la desigualdad ante la enfermedad, como antiguamente. No hay derecho.
Durante gran parte de la historia de la humanidad la mayoría
de la población ha sufrido una situación de explotación y de miseria. (Todavía
hoy, en la mitad del planeta millones de personas sufren esta explotación, en
muchos países de África, Asia, Latinoamérica: con jornadas de 12 y 16 horas, 6-7
días en semana, y salarios de 35€ al mes…). Los campesinos, los mineros, los
marinos, desde tiempos inmemoriales, y los obreros de la industria en las
fábricas, después de la revolución industrial, recibían también aquí salarios
de miseria, suficientes solamente para reponer su fuerza de trabajo. Recordemos el Informe referente a las
minas de Vizcaya que en 1904 elaboró la Comisión de Reformas Sociales.
Como cantaba la copla: “los señores de la mina/ han comprado
una romana/ para pesar el dinero/ que todita la semana/ le roban al pobre
obrero”. O como escribía Miguel Hernández denunciando la situación de los niños
campesinos: “Contar sus años no sabe/ y ya sabe que el sudor / es una corona
grave/ de sal, para el labrador… Le veo arar los rastrojos / y devorar un
mendrugo/ y preguntar con los ojos / que por qué es carne de yugo”. La mayoría
de los trabajadores eran analfabetos y sus hijos no tenían bastante para comer, para abrigarse o tener un alojamiento
digno. En España, en 1900, la esperanza de vida al nacer era de 37 años porque
los niños y los obreros morían de hambre y de las enfermedades infecciosas,
cólera, tuberculosis, gripe, que se cebaban en las personas desnutridas que
trabajaban y vivían en condiciones infrahumanas. El relato de Gregorio Marañón cuando
viajó a las Hurdes en 1922 es estremecedor. Después de examinar a los hombres y
mujeres de la zona, investigando la llamada “enfermedad de las Hurdes”
concluye: “El diagnóstico de su enfermedad es evidente: hambre aguda”.
El sistema capitalista establecía que los beneficios de la
actividad económica (la plusvalía) se quedaban en las manos de las personas
pudientes, de los capitalistas, de los latifundistas. Era la ley.
La atención sanitaria era un problema de cada uno, un
problema PRIVADO. El que podía se pagaba su atención (las igualas, la consulta
particular). El que no, se moría con su enfermedad sin tratamiento. Para los
pobres se utilizaba la beneficencia en los grandes hospitales, que eran lugares
para morir, más que para recuperarse, según retrata Philip Hauser en su informe
sobre la situación sanitaria y social en Madrid en 1900.
El Movimiento Obrero de la segunda mitad del XIX y
principios del XX tenía un objetivo revolucionario. Abolir la propiedad privada
de los medios de producción. Cambiar el sistema económico capitalista por un
sistema económico socialista. En algunos países, como Rusia en 1917, se llevó a
cabo la revolución. En otros países europeos, sin descartar el objetivo final,
se planteó una estrategia reformista, de mejores progresivas de las condiciones
de vida y de trabajo: reducción de jornada, retiro obrero, aumento de salario,
descanso semanal retribuido, vacaciones retribuidas, seguro de enfermedad, seguro
de accidentes de trabajo, educación pública obligatoria, etc.
Pablo Iglesias, fundador del PSOE y de la UGT, proponía una estrategia
que combinara la acción sindical y la acción política. Así lo explica en el
librito Las Organizaciones de Resistencia (1904): “…la tisis, la anemia, el
tifus y otros graves padecimientos son compañeros inseparables de los
proletarios españoles. El mejor antídoto contra todos estos males de la clase
trabajadora es una buena remuneración y una jornada de trabajo lo más corta
posible. .. Logrando una alimentación mejor que la que hoy tienen y un descanso
mayor del que les conceden los explotadores, los trabajadores de nuestro país
adquirirían las condiciones necesarias para luchar por los intereses de su
clase: vigor, energía, inteligencia y actividad”. Pero ¿cómo conseguirlo?
“La huelga puede
hacer que los obreros de un oficio, de una localidad, o en todo el país,
aumenten su salario o disminuyan las horas de trabajo; pero cualquiera de las
dos mejoras corre el riesgo de desaparecer en cuanto abunden los brazos
obreros.
La acción política
puede obtener una ley relativa a los salarios, a la jornada, a la salubridad de
los talleres o las fábricas, a los accidentes de trabajo, al retiro o pensión
de los obreros viejos, etc. y esta mejora, sobre beneficiar a gran número de
obreros, no puede ser aniquilada por tales o cuales oscilaciones de la
industria”.
Con las huelgas y manifestaciones organizadas por el
Movimiento Obrero y con las leyes sociales aprobadas en los Parlamentos
Nacionales, se fue creando un espacio de DERECHOS SOCIALES, un espacio PÚBLICO,
es decir, de todos. Se cambió la Ley.
Para poder financiar esos derechos se debía recaudar a los
propietarios y empresarios parte de los beneficios de la producción, fruto del
trabajo de todos, a través de impuestos y cotizaciones sociales, para, de esta
forma, devolver parte de la plusvalía a los trabajadores y dedicarla a sanidad,
educación y pensiones de jubilación para el conjunto de los trabajadores y la sociedad.
Hasta 1910 los impuestos y cotizaciones sociales en Europa
solamente ascendían a un 10% de la riqueza nacional. Con ese dinero se podía
pagar el ejército, la policía, los jueces y unas mínimas inversiones públicas.
Poco a poco, con la presión social, la lucha del movimiento obrero, la
negociación colectiva y las leyes fiscales y sociales, se fue aumentando el
volumen de ingresos públicos hasta alcanzar un 41% del PIB. En algunos países
alcanzó el 45-48% (Francia, Dinamarca). Este dinero sirvió para poder financiar
los sistemas públicos de pensiones, sanidad y educación, además de otras
políticas públicas e infraestructuras (carreteras, vías férreas, puertos, otros
servicios sociales, etc…).
Es muy importante tener en cuenta que los impuestos y
cotizaciones, para que fueran justos, debían ser progresivos, es decir, aportando
más proporción el que más tenía y el que más ganaba. Así, el tipo marginal de
los impuestos sobre las rentas más altas, que en 1910 era del 5% en los países
de la UE, pasó al 75% en 1950.
Parecía haberse logrado un equilibrio entre el espacio
privado y el público, garantizando por un lado la libertad de empresa, la
propiedad privada, la herencia y el beneficio individual espoleado por el ánimo
de lucro, pero estableciendo por otro lado derechos sociales para todos y
asegurando su financiación con parte de los beneficios de la economía, que eran
producidos por los trabajadores. Era el llamado Estado del Bienestar. En ese
marco, en ese proceso, la Ley General de Sanidad de 1986, impulsada por Ernest
Lluch, reconoció el derecho a la atención sanitaria igual para todos, la
universalización de la sanidad. En Europa la mayoría de los países avanzaron en
la misma dirección.
La desregulación financiera y el nuevo capitalismo. Ruptura de equilibrio entre rentas (y beneficios sociales) del trabajo y rentas del capital.
El nuevo capitalismo de casino.
Pero desde los años 80 se comenzó una etapa de cambio que se
hizo evidente en la crisis financiera de 2007 y sus consecuencias. En aquellos
años se produjo la desregulación financiera, que tiene tres elementos (según
analiza con acierto el profesor William Black): productos financieros tóxicos
(como las hipotecas basura), entidades “too big to fail” (demasiado grandes
para dejarlas quebrar) y desproporcionada remuneración de los altos ejecutivos
de las grandes corporaciones en función de ventas. Esta desregulación se
impulsa con la difusión de un discurso
neo-liberal que defendía la iniciativa privada por encima de todo y pedía la
eliminación de todo tipo de regulaciones que le perjudicaran. Se inició un
proceso de desmantelamiento de lo público. Las grandes fortunas querían más
parte del pastel. Más parte de la riqueza nacional. Y comenzó una presión para rebajar los impuestos,
crear beneficios fiscales, créditos fiscales, bonificaciones, exenciones,
supresión de los impuestos sobre la propiedad, la riqueza y la herencia, y una
serie de artificios que permitían aplicar ingeniería financiera, de tal manera
que los más ricos pagaban menos que los trabajadores y las clases medias. El
fraude y la evasión fiscal completaban el panorama. Así, a lo largo de los
últimos 20 años se ha llegado a un sistema fiscal regresivo, en el que el peso
del esfuerzo fiscal recae en las clases medias y los trabajadores. Si nosotros
pagamos 20, 30 o 40% de la renta, las grandes fortunas y las multinacionales
pagan 1% o no pagan, gracias a la ingeniería fiscal.
Estos cambios han sido posibles porque el nuevo capitalismo
ha roto el equilibrio, ganando la batalla a los gobiernos democráticos y a la
ciudadanía. Como decía Warren Buffet en 2005: “claro que hay lucha de clases,
pero esta la hemos empezado nosotros y la estamos ganando”.
Oxfam Intermón califica esta situación como un secuestro de
la democracia en su informe “Gobernar para las élites. Secuestro democrático y
desigualdad económica”.
El nuevo capitalismo financiero global, el capitalismo de
casino, no tiene fábricas ni crea bienes tangibles, genera productos
financieros, economía de papel; no está localizado en un pueblo, no está cerca
de la gente; es muy difícil de regular y maneja enormes sumas de dinero. Tiene
más poder que las organizaciones sindicales y los gobiernos de ámbito nacional.
La presión sindical clásica (huelgas y manifestaciones) no le da miedo, no le
hace apenas daño, y las leyes nacionales no son suficientes para controlar su actividad, porque su
ámbito de juego es internacional. La clase social de los más ricos se había
hecho más fuerte desde los años 80, consiguiendo la desregulación financiera y
unos métodos que le permitían evadir la presión fiscal nacional.
Al mismo tiempo, la clase trabajadora se había hecho más
débil. En vez de agruparse y unirse, se había atomizado. La ciudadanía había
cambiado también. Las mejoras de las condiciones de vida, de salarios, de
vivienda, el acceso al crédito para el consumo, la participación con la compra
de acciones en el “capital”, el individualismo y el consumismo, cambiaron la
sociología de las clases sociales. La mayoría de los asalariados están en el
sector servicios, con estructuras sindicales menos fuertes que el sector
industrial. Junto a 17 millones de asalariados hay 9 millones de pensionistas, más
de 5 millones de parados, 4 millones de amas de casa no asalariadas, millones
de inmigrantes… es otra sociedad, y no está organizada como clase, no está
unida para defender sus derechos. Si los luchadores de finales del XIX y
principios del XX no tenían nada que perder, esta clase media había logrado un
bienestar, fruto de esas luchas, y teme perderlo.
Entonces la izquierda política desdibujó su discurso con las
“terceras vías”. Así como la derecha europea había asumido los programas
redistributivos socialistas o social-demócratas en la segunda mitad del siglo
XX, a partir de los años 80 y 90, la izquierda, aunque manteniendo sus
objetivos en políticas sociales y de derechos civiles, “compró” el discurso económico de la
derecha: más “flexibilidad” laboral, desregulación de los mercados, libre
elección, supuesta mayor eficiencia de la gestión privada, bajada de impuestos
y normas fiscales aunque favorezcan más a los más pudientes, etc. La afirmación
“bajar los impuestos es de izquierdas” fue un error, como lo fue cambiar el
artículo 135 de la Constitución. En un sistema capitalista los impuestos son la
única manera de equilibrar las rentas, de que los trabajadores recuperen parte
de la plusvalía que les corresponde por derecho, de poder financiar la sanidad,
las escuelas, la investigación pública, las pensiones… Lo que hace falta es que
sean unos impuestos justos, en los que paguen más los que más tienen, y donde
se luche sin descanso contra la evasión y el fraude fiscal. No se trata de que
los pobres y las clases medias paguen más, se trata de que paguen los que no
están pagando, los más ricos y las grandes corporaciones.
La crisis es consecuencia de la codicia desmedida de los
altos ejecutivos de las entidades financieras y de la falta de regulación y
control públicos, por la debilidad de los gobiernos y las organizaciones
sociales. La crisis no es consecuencia de la deuda pública, que en España era
muy razonable hasta 2008 (un 50% del PIB). La crisis es consecuencia de la
deuda privada que aumenta hasta un 300% del PIB desde 1998 por la burbuja
financiera y la burbuja inmobiliaria. Cuando estallan se destruyen más de 3
millones de puestos de trabajo, caen los impuestos de las grandes sociedades y
grandes corporaciones y se toma la decisión, a mi manera de ver equivocada e
injusta, de inyectar más de 360.000 millones de ayudas a las entidades
financieras (entre 2008 y 2012) y prestarles más de 100.000 millones al 1% de
interés, y cambiar la Constitución para garantizar el pago de intereses por los
préstamos pedidos a esas mismas instituciones, al 3, 4 o 5%... Es un trasvase
de rentas (salarios y recortes de derechos sociales) de los trabajadores a los
más adinerados y las grandes corporaciones. Mientras en 2012 el Gobierno de
España aprobaba los Reales Decretos para recortar la sanidad, la dependencia y
otros servicios públicos, por valor de 10.000 millones de euros, porque no
había, ese mismo año transfirió más de 70.000 millones a los bancos y les avaló
otros 70.000 millones. ¿Cuánto de esas ayudas vamos a recuperar?
El mundo había cambiado y la izquierda, el movimiento
obrero y las clases medias no se habían fortalecido en el proceso. Estaban y están divididas.
Es preciso repensar las organizaciones sindicales y
políticas, sus métodos y sus ámbitos de actuación, para lograr un nuevo
equilibrio de distribución de la renta entre público/privado, ese equilibrio
45/55 que se había logrado en la UE (donde, desde luego, ese 45%
correspondiente a los recursos públicos se recauden de forma progresiva y se
gasten de manera eficiente y honesta, controlando la corrupción).
La derecha neo-liberal aprovecha
la crisis para recortar. Privatización sanitaria.
En ese contexto prende con facilidad el discurso populista
neoliberal. Aprovechando la situación de crisis, el cierre de empresas, los
desahucios, el paro, el malestar general, el descrédito de “los políticos”, el
Partido Popular hace un discurso contra lo PÚBLICO, contra los maestros de la
escuela pública, contra el personal sanitario de los centros públicos, diciendo
que son ineficientes, que no se pueden financiar, que hay que “ajustar”
(recortar), que se deben tomar medidas de “austeridad” (quitar a los pobres
para dar a los ricos) para “garantizar la sostenibilidad” (desmantelar lo
público y potenciar lo privado), pervirtiendo el lenguaje y dando gato por
liebre.
Los conservadores, en España y en otros países no querían la
sanidad pública. Pero no se atrevían a decirlo. En España Alianza Popular votó
en contra de la Ley General de Sanidad que promulgaba la universalización de la
atención sanitaria pública. Ernest LLuch, ministro de sanidad que fue asesinado
vilmente por ETA, recordaba la campaña organizada contra la aprobación de la
Ley por el presidente de la CEOE y por el presidente del Consejo General de
Colegios de Médicos Ramiro Rivera, con el asesoramiento de Pedro Arriola. No
querían que la atención sanitaria fuera un derecho. Pensaban como Thatcher, que
era un problema de cada uno:
En los papeles desclasificados del Gabinete de Thatcher
(1983) podemos leer: “Se deberá poner fin a la provisión de atención sanitaria
por el Estado para la mayoría de la población. Los servicios sanitarios serán
de titularidad y gestión privada, y las personas que necesiten atención
sanitaria deberán pagar por ello. Aquellos que no tengan medios para pagar
podrán recibir una ayuda del Estado para pagar por su atención, a través de
algún sistema de reembolso”.
Pero entonces no se atrevieron a desmontarlo. Ahora sí.
El discurso neoliberal del Partido Popular se ha construido
con tres mentiras:
1. Primera mentira: “Lo público, la sanidad pública, no es
sostenible. La crisis la provocó el gasto público excesivo, el déficit y la
deuda pública. No podemos gastar lo que no tenemos. Hemos vivido por encima de
nuestras posibilidades, tenemos que recortar”. Falso, como he señalado antes,
lo que aumentó en España de forma brutal fue el gasto privado y la deuda
privada, fundamentalmente de las entidades financieras (del 100 al 300% del PIB
desde 1998 a 2008, mientras el déficit público se mantenía en la misma cifra,
en el 50% del PIB). El gasto público (incluido el gasto sanitario) era menor
que la media de la UE-15 en relación con el PIB, 5 puntos menos, y eso es mucho
dinero.
Lo que pasó es que se hundieron los ingresos públicos,
fundamentalmente por la caída del impuesto de sociedades (que pasó de recaudar
45.000 millones € a 20.000), en gran parte por un modelo fiscal regresivo y por
el fraude fiscal. Para esconder las rebajas de impuestos a los más ricos la
derecha dice “hay que bajar los impuestos a las clases medias”. En realidad se
hacen rebajas simbólicas a los trabajadores y rebajas mucho mayores (o
mantenimiento de los privilegios) a los más pudientes, con lo que bajan los
ingresos y se recortan más prestaciones de los servicios públicos y su calidad.
Es decir, hay un trasvase de rentas de los menos pudientes a los más pudientes.
El boquete fiscal y las ayudas a los bancos “justificaron”
la necesidad de recortar los servicios públicos. Entre ellos la sanidad.
Según datos del Gobierno de España, entre 2009 y 2012 se han
recortado 6.400 millones € de gasto sanitario público (un -9,1%). En 2014 el
recorte se estima en 10.000 millones. Para 2017 el Gobierno ha fijado un
objetivo del 5,3% del PIB, lo que supondría otros 10.000 millones menos.
Esto ha supuesto 50.000 profesionales sanitarios menos,
menos inversiones, menos plazas de formación de residentes, … menos calidad de
servicio, más listas de espera, más descontento con la sanidad pública.
Mientras tanto hay un desplazamiento a la financiación
privada: más copagos, y más personas que utilizan la sanidad privada por las
listas de espera (los que pueden pagar). Entre 2011 y 2012 850 millones más de
gasto privado. El % de gasto sanitario público sobre el total de gasto
sanitario ha bajado de 74% al 70%, cuando en la media de la UE-15 estaba en
80%. Según el informe de Vulnerabilidad Social publicado por la Cruz Roja el
jueves 13 de noviembre, más de 800.000 personas con tarjeta sanitaria no pueden
pagar los medicamentos que les ha prescrito el médico.
2. Segunda mentira: “No podemos regalar la sanidad a los
inmigrantes ni a los que no trabajan. La culpa la tienen los inmigrantes que
vienen a que se les reconozcan derecho sin aportar. Hay que quitar la
universalidad”. Falso, los inmigrantes vinieron desde el año 2000 precisamente
por la desregulación financiera e inmobiliaria y el crecimiento sobrecalentado
de la economía. 5 millones de personas vinieron porque las necesitaban los
empresarios de la construcción, de la hostelería, del campo, y miles de
familias para cuidar a las personas mayores y los hogares. Ellos aportaron y
aportan trabajo y también impuestos directos e indirectos. Han generado mucha
más riqueza en España de lo que han consumido.
Entre 2011 y 2014 se han reducido más de 1.000.000 de tarjetas
sanitarias. La mayoría se les han quitado a los inmigrantes residentes en
España sin permiso de trabajo oficial. Muchos de ellos están trabajando como
pueden y consumiendo lo que pueden, pagando los impuestos indirectos como todo
el mundo y prestando un servicio
(cuidado de personas mayores, agricultura, limpieza, etc.) que sin ellos
quedaría desatendido. Se cambia otra vez el concepto de derecho, de ciudadano,
a asegurado. Ahora les ha pasado a ellos, después nos puede pasar a otros
colectivos, desasegurándonos porque no es sostenible, etc.
Se nos ha retirado, a todos, la financiación de 500
medicamentos para síntomas “menores”, muchos de ellos necesarios.
Se está desprestigiando la sanidad pública. Se ha reducido,
para todos, la calidad y dificultado el acceso (listas de espera). El 73,88% de
la población consideraba la sanidad buena y muy buena en 2010. En 2013 ha
bajado al 65,87%, 8 puntos menos.
3. Tercera mentira: “Tenemos que privatizar la gestión
porque la gestión privada es más eficiente y la pública es muy rígida e
ineficiente”. Falso, la gestión sanitaria privada es, en término medio, un 30%
más cara que la gestión pública. Por los gastos burocráticos de contratación,
facturación y control, por el beneficio industrial, por el coste de los
rescates, por el incremento de actividad innecesaria y las derivaciones de los
casos más complejos, etc. Se privatiza porque es un negocio para aquellos que
realizan la actividad, sobretodo en el modelo de concesiones a 10, 20 o 30
años. Las concesiones son un nuevo “producto financiero” que obtiene beneficios
con la compraventa a fondos de inversión de riesgo.
El paradigma de la gestión sanitaria privada es el modelo
sanitario norteamericano, que cuesta el doble que el modelo europeo, con peores
resultados en salud. Es el más ineficiente de los países desarrollados.
Se fragmenta la atención sanitaria, se pierde la continuidad
asistencial, la motivación para la prestación de servicios (a quién, cuándo,
qué) no es la salud de las personas y los pacientes, sino del ánimo de lucro
del inversor.
Tenemos que combatir estas tres mentiras y sus efectos:
El debate de la financiación y la sostenibilidad.
Una financiación pública de la sanidad suficiente (en la
media de los países de la UE-15), en torno a 7,5%-8% del PIB (en lugar del 5,3%
que propone Rajoy). Es urgente y prioritario construir un nuevo sistema fiscal
y acabar con el fraude. Con el nivel de renta de España, logrando un sistema
fiscal que recaude la misma proporción que la media de la Unión Europea de los
15 (recuperando 8 puntos más de PIB, equivalente a 80.000 millones de euros,
bastante más que todo el gasto sanitario público), podemos mantener y mejorar
una sanidad excelente, sin trocearla, sin malvenderla, sin privatizarla, sin
poner en riesgo su futuro. Para ello hay que construir un sistema fiscal
progresivo en el que los ricos y las grandes corporaciones paguen mayor
proporción que los demás, de manera real.
El debate de la universalidad.
Una sanidad para todos, como un derecho de ciudadanía, financiada
con impuestos y sin repago en el momento de utilizarla. El copago, como hemos
defendido y se ha demostrado ahora, penaliza a los más pobres y más enfermos.
La sanidad es una inversión social. Garantiza a todas las
personas la seguridad de que serán atendidas cuando lo necesiten, ellas y sus
familiares. Esta seguridad crea estabilidad y cohesión social. Y esta cohesión
se traduce en paz social y en aumento de la productividad y la generación de
riqueza.
El debate de la gestión.
Una sanidad que se lleve a cabo principalmente en centros
públicos, de propiedad pública, con gestión directa, con un compromiso firme en
la atención a los pacientes, y no sometida a los intereses de los accionistas y
el ánimo de lucro. La sanidad con financiación pública y gestión privada puede
ser complementaria, pero no una alternativa. Donde así ocurre el gasto
sanitario público es mucho mayor, y España no puede permitírselo. Todas las concesiones plurianuales deberán ser
revertidas.
La sanidad pública, con una financiación suficiente, será
una sanidad moderna, eficaz, con buenos profesionales, que dispongan de buenas
condiciones de trabajo, buenos medios técnicos y buena organización, para
ofrecer una excelente calidad de atención, como la que teníamos.
Es decir, la defensa de lo público exige:
-Parar y revertir la des-financiación y los recortes.
-Parar y revertir la des-universalización.
-Parar y revertir la privatización de la gestión.
Conviene insistir: no es tolerable que con el nivel de renta
de este país (22.000€ de renta per capita) más de 800.000 personas no puedan
comprar las medicinas que les recetan los médicos. No hay derecho a que ese
dinero se lo estén llevando los más ricos.
La defensa de lo público es la única garantía de que todas
las personas, independientemente de nuestra condición social, podamos vivir con
dignidad.
El debate de los
valores.
Para construir mayorías sociales y organizaciones sociales
que vertebren esas mayorías es preciso compartir unos valores que nos
movilicen. Esos valores son la convicción de que todas las personas somos
iguales de raíz. Somos seres humanos y tenemos los mismos derechos, a la vida,
a la libertad, la dignidad. Y por lo tanto a la salud, que es condición para la
vida, para la autonomía, para el trabajo y el estudio, y para disfrutar del
descanso, la familia y los amigos.
No puede haber libertad sin igualdad real. No puede haber
vida human digna sin unas condiciones de trabajo y de vivienda aceptables, sin
unos ingresos económicos cuando no se esté en condiciones de trabajar
(jubilación, enfermedad, etc.), sin una educación que fomente nuestro
desarrollo, sin un descanso diario y semanal, y sin atención sanitaria pública
cuando sea precisa.
Este planteamiento se basa en la convicción de que las
personas queremos vivir y queremos que todos puedan vivir en estas condiciones.
En España y en todas las partes del mundo. Consideramos que es lo justo, porque
la mayoría de las personas queremos aportar nuestro esfuerzo al desarrollo
personal y social, queremos generar bienestar para nuestra familia y para la
sociedad en la que vivimos, pero nacemos en situaciones desiguales. Una familia
tiene más o menos medios que otra. Y, cuando accede al mundo del trabajo, su
situación también será desigual. El sistema económico remunera el esfuerzo de
cada uno de manera muy diferente, y se establecen grandes diferencias de renta
y de posibilidades. Los poderes públicos, que en una democracia nos representan
a todos, deben equilibrar esa desigual distribución de renta primaria, no como
limosna, sino como un ejercicio de justicia, como un derecho: distribuir el
fruto del trabajo, del esfuerzo de todos, de una mejor manera, más equilibrada.
Nosotros pensamos que esta forma de distribuir la riqueza ha
demostrado en Europa, en la segunda mitad del siglo XX, que es posible el
crecimiento económico y la garantía de igualdad frente a las necesidades de
prestaciones sociales claves: sanidad, educación, seguridad social (pensiones),
etc.
Por el contrario, quienes piensan que cada uno debe velar
solo por sus propios intereses y que el beneficio común se derivará de la suma
de los comportamientos egoístas y explotadores de cada una de las personas,
dejando actuar libremente la codicia como motor humano, promueven una sociedad
más desigual, des-equilibrada, sostenida por las fuerzas de orden público y el
miedo, sin correcciones a través de ingresos fiscales ni políticas sociales. Esa
sociedad limita la libertad real de las personas porque les cierra todas las
puertas. Y sálvese quien pueda.
Hoy la balanza se inclina de este segundo lado. Y cada vez
quieren más. Solo desde la honestidad intelectual y la voluntad firme de las
personas y los movimientos sociales organizados en defensa de la igualdad y la
justicia, será posible mantener y recuperar una sanidad pública de calidad y
para todos.
No es mi intención aquí definir cuáles han de ser las
estructuras y métodos de los movimientos sociales y las organizaciones
políticas de izquierda. Tengo más preguntas que respuestas. Deben combinar,
como hicieron nuestros mayores en los albores del siglo XX, la presión social y
la acción política. Pero, además de la dimensión local y sectorial, deben tener
una dimensión europea y global para que las legislaciones sociales, laborales,
fiscales, etc. sean eficaces. Deben crear alianzas y construir plataformas
sociales globales (donde además de los asalariados estén los pensionistas, las
amas de casa, los jóvenes, los parados, …). Deben utilizar las herramientas y
métodos del siglo XXI, además de las huelgas y las manifestaciones.
Y, desde luego, como entonces, el primer paso es crear
conciencia social, conciencia de esta “nueva clase” de ciudadanas y ciudadanos,
de trabajadores y clases medias, frente a los altos ejecutivos de las grandes
corporaciones y la derecha que defiende sus intereses.
No podremos defender nuestro Estado del Bienestar sino
consideramos que los problemas de las trabajadoras del textil de BanglaDesh son
nuestros problemas, como lo son los problemas de los mineros de América Latina
o de los agricultores de Africa.
Antes, cuando hablábamos de Huelga General, nos referíamos a
una huelga de ámbito nacional. Ahora, cuando hagamos convoquemos una huelga
general no será una huelga nacional, será una huelga europea o mundial. Qué
pasaría si dejáramos de comprar en todo el mundo, durante una semana, todos los
productos de una marca que explota a los trabajadores en India, o en Bangla
Desh o en Malasia.
Una huelga general de transporte deberá ser mundial. Y,
sobretodo, los trabajadores volverán a tener fuerza negociadora cuando puedan
organizar huelgas al sistema financiero: bloqueando todas las transacciones
financieras durante un día, durante una semana, paralizando los sistemas
informáticos. Organizando compras o ventas masivas de determinados valores
durante un día, una semana, organizando lobbies como hacen los especuladores.
Boicoteando sin fisuras todas las compañías y entidades que utilicen paraísos
fiscales… Nuevos métodos de
presión para nuevos tiempos. Solamente desde una capacidad de presión eficaz a
nivel global podremos volver a impulsar e imponer leyes justas.
Las leyes sociales y laborales volverán a ser reales cuando
sean mundiales, con acuerdos sobre fiscalidad con impuestos globales a la
fortuna y a las transacciones financieras. Con prohibición de la banca en la
sombra y de productos financieros tóxicos, igual que se prohíbe exportar
pescado o carne podridas.
Parece una utopía. Pero también lo parecía la lucha contra
la esclavitud, o la lucha por la jornada de 8 horas, o por una sanidad pública
y de calidad. Y nuestros compañeros y compañeras, con lucha a través de los
años, lo hicieron posible. Ahora nos toca a nosotros enfrentar los desafíos de
este nuevo siglo y de este capitalismo depredador. Solo si no lo intentamos no
lo conseguiremos.
NOTA. En el libro Crisis (esta crisis) y Salud (nuestra
salud) desarrollamos con más extensión estas reflexiones.
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