“Abordaremos el conflicto político catalán, impulsando la vía política a través del diálogo, la negociación y el acuerdo entre las partes que permita superar la situación actual”.
La derecha española, los partidos conservadores, desarrollaron una estrategia clara en el debate de investidura de los días 4 y 5 de enero, que tiene dos componentes. El primero, olvidar los problemas que afectan o preocupan a muchas personas en nuestro país: el paro, los salarios, las pensiones, la desigualdad, el cambio climático, la educación... En estos temas, el silencio en cuanto a propuestas fue notable.
El segundo componente de la estrategia conservadora, centrar el debate en Cataluña (si se puede llamar debate a la sucesión de insultos e improperios a voz en grito) y acusar a Pedro Sánchez de traidor a España por pactar con Esquerra Republicana un acuerdo para la investidura. Eso sí, tratando de ocultar, al mismo tiempo, que los partidos de la derecha no están dispuestos a facilitar la investidura de Pedro Sánchez, líder del partido más votado. Su alternativa es que no forme gobierno la coalición progresista de PSOE-Unidas Podemos, y que haya nuevas elecciones, hasta que ganen Vox y el PP.
Si triunfara la estrategia de la derecha tendría dos efectos. Por un lado, no se abordarían los problemas reales de las personas (generados en buena parte por las políticas conservadoras y neoliberales en España, en Europa y en EEUU) que sí aborda el acuerdo de la coalición progresista. No se llevaría a cabo la necesaria reforma fiscal que haga pagar a los más ricos para que puedan mantenerse y mejorarse los servicios públicos y los derechos sociales (sanidad, educación, servicios sociales, pensiones). No se reforzarían los derechos laborales, para que la distribución de la renta primaria sea más justa. No se abordaría la lucha contra el cambio climático, etc., etc. Y, al mismo tiempo, el llamado “problema catalán” se agravaría, ahondando la herida que se ha creado y que sigue sangrando.
Desde la aprobación de la Constitución Española en 1978 las personas que residimos en los distintos territorios de España habíamos convivido razonablemente bien. Habíamos disfrutado de democracia y libertad, con un sistema político de corte Federal, que distribuía las competencias entre el Parlamento y el Gobierno Central y los Parlamentos y Gobiernos autonómicos. Había tensiones, pero se iban resolviendo con gobiernos de uno y otro signo. Había desigualdades entre territorios, provincias y ciudades, pero no mayor que la que había en 1.900, ó 1.940, ó 1.970. El sistema autonómico había nacido sin autonomías, que se fueron conformando poco a poco, aprobando sus respectivos Estatutos que pasaron a formar parte del bloque constitucional. Las autonomías nacieron sin competencias y sin recursos, que se les fueron transfiriendo progresivamente. Fue un proceso activo, dinámico, en el que la realidad cambiante fue perfilando el modelo. Así, a lo largo de los años, las diferentes autonomías fueron proponiendo modificaciones de sus Estatutos, que se fueron aprobando en las Cortes Españolas, actualizando el bloque constitucional. Hasta 2006.
Conviene recordar que el 18 de junio de 2006 una mayoría de catalanes refrendó el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña, que había sido aprobado por el Congreso de los Diputados. No había sido fácil la negociación entre los representantes catalanes y el Congreso. Pero el acuerdo fue aprobado en un Referéndum legal en Cataluña y permitía mantener la convivencia en España y seguir construyendo. Pero vino el PP y presentó un recurso. Y el Tribunal Constitucional, el 28 de junio de 2010, declaró inconstitucionales 14 artículos del Estatut. Desde ese momento “el problema catalán” se agravó de manera extrema.
Porque, al mismo tiempo, la crisis económica había estallado, afectando a España y provocando un deterioro en las condiciones de vida, precariado social y recortes en servicios públicos. El descontento social en Cataluña, como en el resto de España, fue creciendo. El 15 de junio de 2011, el presidente del Govern de la Generalitat, Artur Mas, tuvo que acceder al Parlamento en helicóptero para evitar las protestas de los indignados. Una forma de salir del atolladero era culpar al Gobierno de España y levantar la bandera de la independencia en el corto plazo. La cuerda se fue tensando y el 27 de septiembre de 2014 Artur Mas convocó una consulta soberanista que se llevó a cabo el 9 de noviembre de ese año. En esa ocasión el gobierno del PP presidido por Mariano Rajoy no tomó medidas. El bloqueo en las relaciones institucionales continuó. Pero en 2017 el Gobierno Catalán, presidido por Puigdemont, volvió a convocar un referéndum para el 1 de octubre. Aquí sí que el Gobierno de España activó los mecanismos policiales necesarios para evitar la consulta. No se pudo evitar y se produjeron altercados y heridos. La brecha con miles de catalanes se agrandó dramáticamente. La proporción de catalanes que se expresaban a favor de la independencia creció hasta la mitad de la población. Las tensiones llegaron a las familias, a los lugares de trabajo, a los bares. Pero desde el Gobierno de España seguía sin ofrecerse una vía de entendimiento, una estrategia para reconstruir puentes rotos. Solamente el cumplimiento de la Ley (actual) sin ánimo de discutir posibles modificaciones de la misma. Después vino el exilio de Puigdemont, el encarcelamiento de Junqueras y otros políticos catalanes, la sucesión de sentencias en una judicialización de un problema político que nunca se podrá resolver en los tribunales. El “problema catalán” ha seguido empeorando. La tensión ha seguido aumentando.
Está claro que los planteamientos de distintos grupos de personas en Cataluña no son iguales. Por simplificar, unos plantean la independencia como objetivo. Otros plantean mejora de la vía estatutaria. Cada posición agrupa, aproximadamente, al 50% de los catalanes. A su vez, entre los que plantean como objetivo la independencia, unos lo hacen dentro de la Constitución (es decir, se debería modificar la Constitución para permitir un referéndum de autodeterminación), y otros lo hacen fuera (vía unilateral, desengancharse de España y esperar que el Parlamento y el Gobierno de España no reaccionen, mientras se logra el apoyo de otros países). Por otro lado, en el resto de España, la mayoría prefiere que Cataluña siga formando parte de España en el marco del modelo autonómico. Las posiciones son distintas.
Si hay dos partes con posiciones distintas, en una enorme tensión, y yo (Gobierno de España) represento a una mayoría (incluidos la mitad de los catalanes) que quiere que Cataluña siga en España, ¿no deberé hacer esfuerzos de diálogo para intentar buscar un acuerdo? ¿Es mejor dejar que se siga deteriorando la situación sin hacer nada, o provocar que se deteriore más, con nuevas denuncias a la Junta Electoral Central? ¿Cuál será el efecto de no tratar de resolver el conflicto? ¿Imponer el artículo 155 de la Constitución? ¿Encarcelar al President de la Generalitat? ¿Mandar los tanques? ¿Forzar una guerra civil? La irresponsabilidad de algunos políticos agudizando este problema ya ha sido muy grave. No debemos permitir que se agrave más.
La propuesta de la coalición progresista es muy razonable. La repito aquí: “Abordaremos el conflicto político catalán, impulsando la vía política a través del diálogo, la negociación y el acuerdo entre las partes que permita superar la situación actual”.
El acuerdo al que se llegue deberá respetar la legalidad actual (la Constitución, los Estatutos de autonomía), aunque en dicho acuerdo una posibilidad es, precisamente, proponer cambios en la legislación actual, como se hizo al aprobar la Constitución y los Estatutos y en sus sucesivas modificaciones hasta el día de hoy. Lógicamente, para modificar las leyes se necesitan mayorías suficientes. Y eso requerirá, en su momento, el acuerdo de los partidos conservadores. Esperemos que de aquí a entonces haya más sentido de Estado en parte de la derecha española, como lo hubo en 1975, para trabajar juntos en los marcos legales que den respuesta a los problemas actuales, de igual manera que entonces, una amplia mayoría de fuerzas políticas (comunistas, socialistas, nacionalistas, centristas y conservadores) fueron capaces de alumbrar la Constitución de 1978 con inteligencia y generosidad.
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